El instinto maternal y de defensa de sus crías está muy arraigado entre los animales. Es prácticamente imposible encontrar algún animal salvaje que no intente defender a sus crías o cachorros haciendo todo lo que pueda para evitar que sufran algún percance.
Hace pocos días fui a Villafáfila a dar una vuelta y allí, en la carretera que va desde Otero de Sariegos hasta la principal que se dirige a Villafáfila, me cruzó una familia de avocetas, cosa rara ya que normalmente no crían allí. Lo mas característico de estas aves es su fino pico curvado hacia arriba que utilizan para alimentarse, ya que con esa peculiar forma van recorriendo la superficie del agua en busca de comida.
Eran los adultos con 3 minúsculos pollos que los seguían a todos los lados. Ante mi presencia se dividieron quedando un adulto con una cría, a la derecha, en el agua y, el otro adulto, con 2 crías, a la izquierda. El de la izquierda estaba desesperado y decidió tirar carretera adelante por el borde. Su objetivo era cruzar pero no se atrevía y sus indefensos pollitos lo seguían chillando ante la desesperación de su progenitor que para tranquilizarlos se paraba, se tumbaba y estos acudían rápidamente a meterse debajo de su cuerpo buscando amparo.
La situación se volvió peligrosa ya que un milano negro se dio rápidamente cuenta de lo que estaba sucediendo. La avoceta, era la hembra, ya que tenía el pico un poco mas corto, estaba cada vez mas nerviosa y yo pretendía hacer que cruzaran a la seguridad de la laguna, al lado derecho. Cuanto mas me acercaba, mas se alejaba. Decidí parar. El milano veía una gran oportunidad y no lo dudó pero la avoceta reaccionó de una manera increíble. Se fue a por él con un vuelo directo que dejó helado al milano y sin capacidad de reacción. El milano ante el insistente ataque de la avoceta, se fue.
En otra ocasión una cierva me impresionó por su paciencia, ternura y ánimo constante que le daba a su pequeño cervatillo. Una cierva y su cría, de unos 3 ó 4 meses, cruzaban un camino cercano a Puebla de Sanabria. La madre, al verme, aceleró el paso y subió por una zona empinada de matorral muy espeso. Al subir, la cierva se dio cuenta de que su pequeño no podía. La hembra no paraba de animarle a subir con suaves y tiernos balidos que hacían que la pequeña cría lo intentara una y otra vez, siempre con el fracaso como resultado. La cierva no se movía de allí y animaba constantemente a su pequeño. Trascurrido un buen rato de múltiples intentos, consiguió subir por un pequeño caminito que la hembra había hecho golpeando con sus patas delanteras el terraplen. Seguramente no me considerara una gran amenaza ya que si hubiera sido un depredador hubiera bajado a defender a su cría con vehemencia.
Hace pocos días, en una terraza de un bar, en Toro, mientras tomábamos algo, me fijé en un gorrión que tenía una actitud curiosa. Se agachaba. Movía las alas como temblando. Agachaba la cabeza un poco y pedía y pedía. Tenía hambre. Era un pollo que ya volaba pero seguía a sus padres por todos lados, pidiendo comida. Y ahí estaba el objeto de sus deseos. Un generoso trozo de chorizo al cual llegó la madre y, con una increíble suavidad y ternura, le fue dando, poco a poco, piquito a piquito, pequeños trocitos. Al rato apareció otra cría que también quería participar en el festín. Entonces llegó el macho y, con igual suavidad, le fue dando de comer al otro pollo. Mientras ellos comían les tiraba fotos entre las sillas ante la insistencia de mis compañeros que, no entendían, que estuviese allí, agachado, haciendo fotos, a lo que para ellos eran unos simples pájaros.