Se cumplen 9 años desde que este blog comenzó a andar. 9 años en los que los inicios fueron muy complicados. Quería contar mis propias experiencias, transmitir sentimientos, emociones, inquietudes, valores. Quería dar a conocer la naturaleza que nos rodea para poder valorarla y respetarla.
Nos encontramos en un momento en el que la inmediatez,
agilidad y alcance de las redes sociales han ido arrinconando y haciendo que muchos
grandes blog hayan desaparecido. Momento en el que los blogs están de capa caída.
Momento en el que los blog han ido decayendo pero los que se mantienen siguen
siendo una magnífica ventana a la naturaleza, a la difusión de sus valores, a
la educación ambiental.
Hace dos años Emilio J. Orovengua me hizo una entrevista en
naturablog dentro de las entrevistas blogueras (os recomiendo pinchar
aquí para leerla completa). De ella quiero extraer varios pasajes que creo son muy significativos en este momento.
Las redes sociales y los blogs no tienen por qué ser
excluyentes, al contrario, pueden ser complementarios, pueden coexistir. Un gran
problema de mantener un blog es el enorme trabajo que conlleva. Desde mi punto
de vista para poder mantener un blog hay que tener una serie de ideas claras,
de características específicas para que funcione:
“…fundamentalmente tres:
entusiasmo, constancia y capacidad para transmitir. El entusiasmo es básico;
tienes que hacer algo que te gusta, que te apasiona, que disfrutas haciéndolo.
A ese entusiasmo hay que añadirle el deseo de transmitir, de enseñar, de contar
historias. Todo este entusiasmo y deseo de trasmisión serían inútiles sin la
constancia. Mantener un blog es arduo, complicado y tienes que ser muy
constante para no desanimarte, para no dejarlo”.
Sinceramente creo que “el blog se caracteriza más por sus
textos, por lo que cuento en él que por las fotografías. Las fotografías
acompañan al texto pero no son básicas, ni determinantes, es evidente que
ayudan pero lo verdaderamente importante es lo que quiero contar, lo que quiero
transmitir, las emociones, las historias aderezadas con información, con
defensa de la naturaleza. Quiero que a la mayoría de la gente que entre en el
blog, tengan o no grandes conocimientos, les llegue”.
Después de 9 años, casi 480.000 visitas de todas las
partes del mundo, 420 entradas, 1.000 comentarios, una media en los últimos
años de casi 6.000 visitas mensuales aquí seguimos y para celebrarlo he querido
hacer dos entradas muy especiales sobre un animal mítico, el lobo ibérico. La primera
dedicada a mis sensaciones al sentir al lobo (podéis recordarla
aquí) y esta segunda acerca de su
mirada. En ambas he querido extraer algunos pasajes del libro “Observaciones de
campo del lobo ibérico” que nació de este blog.
La mirada del lobo:
Ahí está. Me mira. Nuestros caminos se han encontrado.
Coincidimos. Nuestras miradas se entrecruzan durante un tiempo eterno, un
tiempo que parece haberse detenido, petrificado. Estamos él y yo. No escucho
nada. No hay nada a mi alrededor. Sólo está su mirada. Una mirada de ojos
almendrados que parece bucear en tu interior. Una mirada que como decían desde
antiguo: “te hiela la sangre”. En cierto modo es verdad. Es una
mirada penetrante, profunda, hipnótica. Una mirada que no puedes dejar de mirar
hasta que él decida cambiarla. Es la mirada del lobo.
Mirada que espero poder volver a ver en cuanto sea
posible. Mirada que espero volverme a encontrar lo más pronto posible. Mirada
que eriza el bello. Mirada que nunca me ha dado miedo. Mirada que siempre me ha
dado respeto.
“Mirada que vi por primera vez cuando tendría unos siete
u ocho años. El verano terminaba y volvía con mis padres y hermano del Lago de
Sanabria, donde habíamos pasado casi dos meses en tienda de campaña; justo antes
de llegar al pueblo de Galende, en una curva cerrada hacia la izquierda, mi
padre redujo la marcha y nos dijo. “Mirad. Un lobo”. El animal cruzó
la carretera de izquierda a derecha y comenzó a subir por un camino. Paramos el
coche para contemplar cómo subía con un andar elegante y majestuoso, cómo se
paraba, se volvía, nos miraba un instante y seguía tranquilamente”.
El lobo mira y te quedas hipnotizado como me sucedió hace
muchos años. “Eran las 8 de la mañana nos dirigíamos por un camino hasta una
finca. En una curva de 90º mi hermano dijo: “Para. Un lobo”. Miré a
la cuneta y allí estaba. Mirándonos. Escasos tres metros nos separaban de él. Su
mirada color miel nos sopesaba, nos medía, nos preguntaba si éramos una amenaza
para él. Nos quedamos de piedra. Pasados unos segundos decidió irse ladera
arriba. Lo hizo de forma imponente ya que subió corriendo la ladera mirándonos
fijamente, sin perdernos de vista. Era increíble verle correr hacia delante,
con la cabeza vuelta, mirando hacia atrás, hacia nosotros”.
Mirada que fue muy especial en una soleada pero fría
mañana del mes de agosto: “Jose Luis escrutaba los brezos como un vigía que
está a punto de descubrir tierra. Noa, su hija pequeña, observaba atentamente
todo lo que hacíamos y miraba con sus grandes ojos la zona de la que ni su
padre, ni yo, quitábamos un segundo la mirada. Los brezos se volvieron a mover.
El movimiento era suave, ligero. No era ni un jabalí, ni un corzo, ni un
ciervo. Según mirábamos los tres, un precioso e imponente lobo, se asomó por
encima de una peña, entre los brezos. Nos miraba. Nos miraba. Nos miraba
fijamente con sus ojos almendrados, cara oscura, grandes orejas, pelo muy corto
de verano y expresión seria pero decidida y firme. Su mirada penetrante parecía
escrutarnos. Parecía sondearnos. Parecía preguntarse quiénes éramos, qué
queríamos, qué hacíamos allí, qué mirábamos, los intrusos éramos nosotros, los
observados éramos nosotros, la espera nos la estaba haciendo él a nosotros.
El lobo nos miró durante unos minutos que avanzaron
lentamente. Era como si el tiempo se hubiera detenido o avanzara al ritmo de la
mirada del lobo, no había nada más, su mirada y nosotros. Nos quedamos
hipnotizados ante la mirada de aquel lobo que teníamos a escasos diez metros.
El lobo nos miró profundamente, como cuando un ilusionista quiere entrar en tu
mente. En ningún momento quitamos los ojos de él. Había que saborear y
disfrutar este momento tan intenso, tan profundo. Nada más verlo tuve la fuerza
de coger la cámara y mirarlo a través de ella, sólo hice cinco fotos, y son
muchas ya que en otras ocasiones no he hecho ninguna al quedarme absorto
observando pero, en esta ocasión, las hice.
El tiempo se detuvo durante esos minutos. Ninguno nos
giramos a ver que hacía el otro, cada uno saboreábamos el momento a nuestra
manera, era como cuando te dejan muy poco tiempo para ver un cuadro de un pintor
famoso y quieres aprovechar cada segundo, cada instante. Allí estaba.
Mirándonos. Era un lobo adulto. Su porte, expresión y comportamiento así lo
delataban, un lobo joven nunca hubiera tenido ese aplomo, esa seguridad a la
hora de comportarse, hubiera sido más fugaz, se hubiera movido más rápido pero
este lobo no, todos sus movimientos fueron seguros, firmes y decididos pero
lentos y suaves. Estaba tranquilo, seguro de sí mismo, confiaba en él.
Seguramente nos hubiera oído y decidiera observar quiénes éramos y si
suponíamos una amenaza o quizás pasaba por la zona. Nunca lo sabremos. Pero lo
que nunca se nos olvidará es su mirada, el hecho de que un lobo adulto y en
total libertad estuviera a escasos diez metros observándonos, estudiándonos, no
perdiendo detalle de nuestros movimientos y nuestro comportamiento.
Pasaron los minutos y, cuando decidió que había visto lo
suficiente, se bajó de la roca y desapareció entre los brezos. Seguimos viendo
el movimiento de los brezos que se iba alejando lentamente como cuando sigues
las burbujas de una nutria que van saliendo a la superficie. A unos cincuenta
metros volvió a asomar. Se subió en una roca y nos volvió a mirar. Seguíamos
ahí. Inmutables. Hieráticos. En silencio absoluto sin casi oír ni nuestra
propia respiración. No había nada. No existía nada. Sólo estaba el lobo que nos
volvió a observar. Tenía que cerciorarse. Estuvo unos segundos en la roca. Bajó
y desapareció. No lo volvimos a ver”.
Esa mirada me caló desde pequeño y me sigue calando hondo
cada vez que me la cruzo. Mirada de un animal emblemático, icono de nuestra
fauna, un animal con el que debemos convivir y sobre todo, respetar. Ese es el
lobo y esta es su mirada.