El águila imperial ibérica es uno de los símbolos de nuestro país. Es la rapaz más amenazada de Europa y se encuentra en peligro de extinción, aunque se esté recuperando poco a poco. Actualmente hay unas 250 parejas que se emparejan para toda la vida y que incluso cazan juntas y coordinadas. Vida que si no se ve truncada por algún veneno, la falta de alimento (sobre todo conejos. Si no hay conejo no puede sobrevivir), la perdida de su hábitat o algún tendido eléctrico puede llegar hasta los 21 años (en cautividad bastante más).
Ahí la teníamos. Su nuca color crema, hombros blancos y plumaje oscuro nos indicaban que era un águila imperial adulta. Este es su color final, ya que va cambiando según los años, si queréis ver cómo es su evolución pinchar aquí.
El águila se empezó a mover por las ramas, lo cual nos hacía pensar que se iba a echar a volar, pero no, hizo algo que nos dejó de piedra.
Estiró el cuello. Abrió su fuerte y curvado pico, a modo de una gran podadora, cogió una rama y se oyó un ¡crack! que resonó en el silencio de La Vera. Había roto una gran rama con una facilidad pasmosa. Su pico demostró su potencia. El sonido me dejó helado. Cogió la rama. Se acercó al borde, desplegó sus poderosas alas y se marchó volando en busca de su nido para acondicionarlo de cara a la próxima temporada de cría. La otra águila, que nos sobrevolaba, también se fue en la misma dirección. Era la pareja. Irían a uno de los varios nidos que tienen y que van alternando temporada tras temporada. Era una de las 14 ó 16 águilas imperiales de Doñana.
La sensación que nos quedó fue de un gran impacto. Tenerla ahí, tan cerca y comportándose en total libertad es una sensación irrepetible, única. Una sensación de ser unos privilegiados de poder admirar a un ave tan imponente como es el águila imperial.
Vimos en total tres águilas imperiales a lo que el guía, Jerónimo, no paraba de darle importancia ya que como él decía: “Traigo a gente hasta de Suecia que vienen a verla y no la ven. Así es que apreciar y disfrutar lo que habéis visto”.
El recorrido continuó hacia las dunas móviles que forman un complejo único y de gran importancia. Vimos el llamado “cerro de los ánsares” que es donde miles de gansos van a comer arena para poder digerir su comida favorita, las castañuelas. Observamos al curioso enebro que con sus raíces móviles va cabalgando sobre la duna para sobrevivir saliendo por arriba mientras que los pinos y arbustos se ven atrapados y mueren sin remisión.
Pinos y matorrales se ven cercados por las arenas de las dunas formando los llamados "corrales". |
Tras una parada en las dunas donde pudimos contemplar innumerables huellas de zorro, ciervo, gamo, jabalí o gaviotas y disfrutar de la suavidad de unas arenas blancas que conforman un paisaje que en ocasiones parece nevado, continuamos hasta la playa para volver al punto de partida, El Acebuche.
Habíamos recorrido unos 70 km entre un paisaje imponente y desbordante aunque este año la marisma esté seca. Al llegar al Acebuche recorrimos sus lagunas en las que no había gran cosa pero pudimos disfrutar de un pequeño zampullín que agitaba con fuerza un pez que acababa de pescar.
Vistas las lagunas decidimos ir hasta El Rocío que es donde había más aves y, además, allí empezaba, nuestra siguiente excursión por la zona norte del Parque Nacional de Doñana.