La comida familiar había transcurrido agradablemente y en la
sobremesa le dije a Paco: "¿Nos vamos a dar una vuelta?" Dicho y
hecho. Salimos de Fuentelapeña (Zamora) en busca de los habitantes de la
estepa.
Tierras rojizas, campos verdes de regadío y suaves ondulaciones se
extendían por doquier, los caminos se entrecruzaban como venas en una tierra
curtida por el sol en la que poco a poco fuimos viendo algunos de sus
habitantes; quiero empezar por el que más ilusión me hizo y que más ganas tenía
de ver, la ganga ibérica.
La ganga ibérica parece creada por un diseñador de renombre.
Su gama y disposición de colores la hace especial, diferente y muy vistosa. Las
vimos entre las hierbas, agachadas, a ras de tierra, como si un general hubiera
dado la orden de "cuerpo a tierra". Se desplazaban pegadas al suelo,
levantando muy poco entre las secas hierbas; machos y hembras se entremezclaban
en una ida y venida en busca de comida mientras varias calandrias se infiltraban
entre ellas como pequeños espías.
Una particularidad que nunca he visto de las gangas y que me
parece fascinante es que "los machos de las ortegas y gangas frotaban
contra el suelo sus pechos hasta que las plumas quedaban completamente cruzadas,
entrando luego en el agua y mojándolas bien para volver inmediatamente con las
hembras y los pollos, que sólo unas horas antes habían nacido y abandonado ya
el nido. Estos corrían hacia el macho y sorbían el agua haciendo pasar las
plumas del pecho y vientre de aquel a través de sus picos. La apariencia era
que los pollos "mamaban" del pecho de los adultos" (MeadeWaldo).
Otra de nuestras paradas fue visitar una colonia de
abejarucos de más de noventa nidos (ocupados más o menos la mitad), que
habíamos conocido hacía unas semanas. Era la segunda vez que íbamos y la
actividad era muy diferente.
En la primera visita la actividad era frenética. Las parejas
se afanaban en la construcción de los nidos en un frenesí excavador que era
digno de ver ya que el abejaruco llegaba al agujero y, a una velocidad
sorprendente, picaba cual experto minero y sacaba la tierra con las patas por
debajo de su cuerpo como si le hubieran dado cuerda mientras otras parejas se
obsequiaban con regalos amorosos en cualquier posadero cercano.
También pudimos apreciar uno de los peligros de las colonias
de abejarucos, una culebra bastarda se movía en la cercanía de la colonia
esperando su oportunidad pero los abejarucos tienen una curiosa manera de
defenderse de ella: la construcción de pequeños falsos túneles
alrededor del nido para que entre en ellos, no encuentre nada y
desista, lo cual salvará a más de un pollo de ser capturado.
En nuestra segunda visita la actividad era diferente. Los
abejarucos cazaban en las tierras cercanas mediante vuelos acrobáticos y
picados en los que capturaban libélulas, mariposas, abejas, avispas o moscas
que rápidamente llevaban al nido donde entraban y salían sin perder tiempo.
Estaban cebando a sus pollos. Era curioso ver como algunos salían marcha atrás
lo cual indicaba que los pollos estaban bastante grandes y no tenían espacio
para dar la vuelta en la cámara del agujero.
El color del abejaruco es sorprendente. Tiene una gama de
colores tan amplia que no te imaginas que pueda existir un pájaro con tal variedad de colores. Azul, verde, amarillo, ocre, negro... y el rojo que aparece en el iris
de los ejemplares adultos.
En la colonia de abejarucos pudimos ver una de las escasas
tórtolas europeas que se ven últimamente, cuyas poblaciones están sufriendo un preocupante
declive en los últimos años.
Dejamos a los abejarucos y continuamos por los caminos
rojizos de La Guareña donde descubrimos la más grande de las aves de la estepa,
la avutarda.
Ave potente, hermosa, grande y majestuosa que se encuentra
en el límite de los kilos para poder volar.
Caminaban pesadas entre los campos
de regadío o las tierras dejadas en barbecho donde los pollos de perdiz seguían
a sus padres y los aguiluchos cenizos patrullaban en busca de comida mientras
una imponente águila real sobrevolaba la estepa.
En una tierra segada recientemente dos buitres leonados
daban cuenta de una carroña. Uno de los buitres comía como un poseso, con
enorme rapidez tiraba de la carne y la engullía con ansiedad ayudándose de una
de sus patas que ponía sobre la carroña para sujetarla y poder hacer fuerza.
El
otro buitre ya había comido y deambulaba por la tierra "como un enterrador
del oeste" a grandes pasos mientras varias cornejas, milanos negros y uno
real esperaban su oportunidad que llegó cuando los buitres se marcharon pero
dos cigüeñas blancas tomaron posesión de los últimos vestigios de la carroña.
El sol iba cayendo y la tarde terminaba pero habíamos podido
disfrutar de otros habitantes de la zona como: abubilla, cernícalo primilla, vencejo
común, aguilucho cenizo, cogujada común, tarabilla común, triguero, águila
calzada, busardo ratonero, estornino negro, jilguero, verdecillo, gorrión común y chillón, pinzón vulgar, urraca,
cuervo, avión común y cuando la noche lo envolvía todo una lechuza común cruzó
en pueblo en busca de comida y un chotacabras se levantó de la carretera donde
se calentaba sobre el asfalto.
Una buena tarde en una tierra que es mucho más
de lo que parece a primera vista.