Hay momentos que te regala la naturaleza que recordarás
toda la vida y este que voy a contar es uno de ellos. Todo comenzó una
agradable mañana en la que el viento del norte arreciaba y la sensación de frío
se hacía patente. Guantes, gorro y braga eran indispensables cuando las
primeras luces comenzaban a iluminar el gran valle de la sierra. Los ciervos no
se hicieron esperar moviéndose lentamente entre los brezos y las altas hierbas
que se movían suavemente como mecidas por la caricia del viento mientras, varios
corzos, comían plácidamente.
Al poco de comenzar la búsqueda aparecieron. Cuatro
preciosos cachorros de lobo ibérico subieron a unas rocas en las que la rojiza
luz de la mañana los iluminaba mostrando toda su belleza. Allí estaban.
Quietos. Observando el valle que se abría ante ellos. Tenían entre cuatro y
cinco meses. Estaban muy grandes pero, quizás, lo que más destacaría de
ellos sería su osadía y desparpajo para
moverse por una parte de su territorio en un constante descubrimiento del lugar
en el que han nacido y, poco a poco, van conociendo.
Bajaron de las rocas. Atravesaron el brezal y llegaron a
un camino, siempre es mejor andar por caminos ya que gastarán menos energía y,
la energía, en un lobo puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.
Avanzaban a buen ritmo pero eso no quitaba que de vez en cuando se pararan a
jugar, a revolcarse unos encima de otros o a perseguirse. Subieron valle arriba
hasta que llegaron a otro camino y allí apareció un adulto que no había visto
en ningún momento y, estoy absolutamente seguro, que iba con ellos, vigilándolos,
controlando sus movimientos.
¿Por qué se dejaba ver ahora? Pronto lo supe ya que, no
muy lejos, tras una curva que yo no veía, apareció una señora andando. El lobo
adulto, la niñera de los cuatro cachorros surgió del brezal y, acto seguido,
los cuatro pequeños se ocultaron entre los brezos, quedando dos a un lado del
camino y los otros dos al otro lado.
La señora caminaba tranquilamente en su paseo matutino
sin ni siquiera imaginar que iba a pasar entre cinco lobos. Avanzó y llegó a la
altura de los lobos que no se movieron, solamente la observaban ocultos en la
espesura del brezal. La mujer pasó entre ellos sin enterarse de nada. Continuó
su camino. Los cachorros no se movieron hasta que el adulto no salió al medio
del camino y comprobó que el peligro había pasado, tras lo cual volvieron a
juntarse para continuar su exploración y el adulto volvió a desaparecer.
Después de una hora y media de juegos y carreras tocaba
volver e hicieron el mismo trayecto pero en sentido inverso hasta las rocas en
los que los había visto a primera hora de la mañana. Dos lobos adultos
aparecieron detrás de ellos, dos lobos grandes y fuertes que les iban vigilando
a cierta distancia. Todos se juntaron y desaparecieron.
Me podía dar por contento pero, lo que hubiera sido un
gran día, se convirtió en un día memorable. Después de más de una hora sin que
volvieran a aparecer, un lobo adulto surgió de la espesura del brezal y detrás
de él uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete…¡ocho preciosos cachorros! que
caminaban en fila india detrás del lobo que, seguramente, fuera su madre. Los estaba
moviendo. Estaba trasladando a toda la camada desde su lugar de encame hasta un
nuevo espacio en el que se sintiera más segura.
Iban a buen ritmo. La loba caminaba rápido, a buen paso,
paso que seguían sin problema los cuatro cachorros que había visto desde el
amanecer pero que otros cuatro cachorros, mucho más pequeños, les costaba
seguir, sobre todo a uno que se quedaba demasiado rezagado y le costaba más
avanzar. Cuando se iban quedando atrás, la loba aminoraba la marcha e incluso se
paraba y miraba hasta que todos los cachorros llegaban a su altura o se volvía hacia
los últimos, los más pequeños, metiéndoles prisa con pequeños toques del hocico
en sus cuartos traseros para que aceleraran. Quería llegar cuanto antes a su
nuevo destino, a su nueva ubicación.
Cuando mueven de esta forma a los cachorros suele ser la
madre la que dirige toda la operación pero acompañada por algún otro adulto que
irá un poco más rezagado como así iban otros dos lobos adultos que pareciera
les cubrían las espaldas; en ningún momento se les acercaron, simplemente les
acompañaban desde la distancia.
La loba avanzaba a buen ritmo en una maravillosa fila
india que buscaba la protección de otro encame. Cuando una loba se siente
amenazada mueve inmediatamente a sus cachorros pero hay veces que los mueven,
simplemente, para enseñarles otra parte de su territorio.
La larga fila avanzó entre brezos y carqueisas hasta lo
más espeso de un enorme brezal en el que se ocultaron a los ojos del mundo.
Desaparecieron mientras una gran sonrisa iluminaba mi cara ante la maravilla
que había presenciado en más de dos horas y media disfrutando del lobo ibérico,
animal mítico, odiado, amado, animal que no admite medias tintas, o lo amas o
lo odias.
La mañana terminaba. Inicié el camino de vuelta pero, el
día no dejaría de sorprenderme, según me dirigía a casa, otro lobo cruzó
delante mío ante mi más absoluta incredulidad. Había pasado a escasos metros,
a buen trote, al trote lobero con el que recorre grandes distancias y que me
mostró en todo su esplendor y elegancia así como su desparparjo y curiosidad ya que se paró tranquilo, se giró lentamente y me miró con sus preciosos e inquietantes ojos de color miel que se te clavan en la mente y que es imposible dejar de mirar hasta que él retire la mirada. Fueron unos segundos que hicieron que el tiempo se detuviera hasta que continuó su camino. Llegué a casa y comencé a escribir
estas líneas para guardar para siempre esta increíble observación que quedará
grabada, sin lugar a dudas, en mi mente, de donde surgirá cada cierto tiempo
para poder contarla y seguir sonriendo.